La evolución de la conciencia 11-07-09
Estos párrafos describen el movimiento de la conciencia
en su maduración y evolución hacia una espiral de aprendizaje
Al nacer, los mamíferos abandonamos en estado inmaduro, un mundo de provisión constante de calor, alimento y oxigeno: el útero materno. Esta provisión pasa a ser discontinua y relativamente azarosa desde la percepción del neonato lo que desencadena una brutal respuesta organísmica: MIEDO.
En los mamíferos el grado de inmadurez al nacer varía según la especie, y en todas podemos observar al miedo como el primer organizador de las respuestas ante la carencia. La especie humana es la más inmadura al nacer, esta característica le permitirá luego tener respuestas más creativas y adaptativas según el contexto.
La madre intenta satisfacer al bebe con incesantes cuidados, pero nunca logrará alcanzar el estado intrauterino de satisfacción constante.
Durante los primeros meses de vida, el niño registra como un ataque esta falta de concordancia entre los cuidados maternos y la perfección del estado uterino. Ante la incompletud, las frustraciones y sus urgentes necesidades, siente vulnerabilidad extrema y miedo a ser destruido. Percibe al mundo en forma pulsante y polarizada, como una amenaza cuando no está satisfecho, y como un edén recuperado cuando se sacia.
Al promediar el octavo mes de vida, el humano completa el desarrollo de su sistema nervioso y logra integrar en su percepción las experiencias de frustración y satisfacción que antes vivía como separadas y polares. Cuando percibe integralmente que su madre proveedora es la misma que también lo ha frustrado, teme al abandono como retaliación por haberla atacado.
Ambas maneras de percibir el mundo
serán alternantes en el futuro de este ser,
dependiendo de su estado de integración
y lo apremiante de las circunstancias.
Ciclos de supervivencia
Estos modos diferentes de organizar la percepción son las matrices de nuestro psiquismo temprano. A partir de la manera como percibimos organizamos dos tipos de conductas posibles como respuesta.
Existe una primera manera disociada de percibir, donde nos sentimos atacados ante las frustraciones y nos predisponemos para la huída o al ataque. El llanto frenético del bebé que no puede ser consolado por la madre es una expresión de ese ataque. Cuando un niño no expresa su enojo por la frustración puede tener una conducta de huída del mundo y quedarse dormido o quedar sin respuesta con angustia en su cuerpo.
A lo largo de toda esta etapa permanecemos en un circuito vicioso que se retroalimenta permanentemente entre ese miedo al mundo, que percibimos amenazante, y las conductas de evitación o agresión que instrumentamos.
En una segunda posición perceptual más integrada, sentimos miedo al abandono, que nos lleva a responder con la conducta del aferramiento.
El bebe busca con su mirada el rostro de su madre y sonríe, sintiendo en ese encuentro el reaseguro de su existencia.
Cuando tenemos miedo a perder nuestra fuente de amor y provisión, nos aferramos a ella como mecanismo de supervivencia. En los primates existe un reflejo de prensión en el bebé que lo hace aferrarse a los pelos de la madre y poder emprender la marcha ni bien se completa el nacimiento, así ambos se ponen a salvo de los depredadores que han olfateado la sangre del parto.
Los hombres hemos perdido el pelo (pero no las mañas), nos hemos convertido en sedentarios y defendemos el territorio, perdimos la fuerza prensil en las manos pero no el reflejo de aferramiento (el bebe cierra su manito al ofrecerle un dedo pero no puede sostener el peso de su cuerpo cuando lo levantamos desde allí).
Frente al miedo hacemos una apnea que retiene y bloquea la entrada de aire como cuando estábamos en el útero. El bebé humano pierde al tiempo el reflejo de la apnea pero no el hábito de detener la respiración cuando teme, así nos aferramos a la vida conservando el aliento.
Más tarde esta huella de retención se usará para construir
pensamientos, sentimientos y/o conductas repetitivos
que nos sirven de anillos de seguridad para no sentir miedo,
consiguiendo cierta protección momentánea
pero perdemos en este acto la posibilidad de registrar el peligro,
perdemos el valor del miedo como señal.
Ambos circuitos, el de huída o ataque y el de aferramiento, se comportan como ciclos viciosos donde se retroalimenta continuamente el miedo sin registrar nuevos caminos. Esta manera de responder se encuentra arraigada estructuralmente en nuestra especie como en todos los mamíferos, dada la completa indefensión de nuestros primeros años de vida.
Vemos una secuencia madurativa en el sujeto que va desde el primitivo miedo al ataque, con la percepción fragmentada, hasta el miedo a la pérdida cuando realiza una integración perceptual que le permite el siguiente paso evolutivo.
Es el vínculo con la madre a través de sus cuidados amorosos lo que va instalando en el niño una Confianza Básica, que promueve la maduración psíquica, integrando primero la percepción disociada y luego lo estimula a acercarse activamente hacia lo que desea (reptando y gateando se lleva literalmente el mundo a la boca) y más adelante a dar sus primeros pasos por el mundo.
Ciclo de afirmación
Los mamíferos desarrollan el mundo emocional como agregado evolutivo para las especies, cada una de las emociones cumple una función vital, la primera es la capacidad de registrar el miedo como una señal de alarma ante el peligro.
En los humanos, el punto de inflexión entre percibir al miedo como desorganizante, a poder verlo como una señal de alarma es un período crítico con idas y vueltas y plagado de ansiedades pero es el comienzo de nuestra gran aventura, comienza allí un ciclo de afirmación donde vamos adquiriendo hábitos, desplegando habilidades potenciales y probando nuestras fuerzas.
A medida que se repiten las experiencias, podemos ver como sobrevivimos aún en la indefensión, vamos afirmándonos en la potencia hasta obtener poder y llegamos a convertirnos en los mayores depredadores del planeta.
A lo largo de este ciclo podemos reconocer algunas estaciones que nuclean la conducta, el pensamiento y los afectos. Cada una de estas estaciones implica determinadas actitudes, un cierto patrón de respuestas frente a la realidad y sus vínculos, y también una cierta acumulación de energía condensada que va conformando identidad.
En el primer ciclo (Supervivencia), a través de continuas experiencias de necesidad, satisfacción, y también de frustración y nuevos intentos, vamos madurando perceptualmente al mismo tiempo que se completa nuestro sistema nervioso. Hardware y software se complementan en forma interdependiente, sistema nervioso y aparato psíquico generan una unidad funcional.
Dijimos que al ir integrando las experiencias nos damos cuenta que aquella madre que nos protegía y saciaba las necesidades básicas para sobrevivir, la que nos trataba amorosamente, era la misma que nos dejaba llorar, sentía frustración e intolerancia al no poder contenernos y aún también era a quien atribuíamos maldad cuando sentíamos dolor y ella no nos calmaba de inmediato.
A pesar de lo conflictivo de ese vínculo, desarrollamos un grado de Confianza Básica que va operando como una piel protectora, un huevo que nos permite constreñir el miedo, y por momentos nos alejamos de la madre, movidos por una innata curiosidad.
En tensión con esa confianza, organizamos un complejo conjunto de sensaciones ambivalentes: culpa por haberla odiado, tristeza por descubrir su falibilidad y entonces nace la noción de separatividad. Por primera vez nos discriminamos de ella, comienza el yo /tú.
Esta separatividad nos produce un temblor, (el miedo sigue adentro en forma constitutiva por ser mamíferos) registramos la soledad y lo diferente, hay una distancia, un borde entre el mundo y nosotros.
Ese registro tiene un correlato en la sensación de caída que muchas veces experimentamos en los sueños. Una falta de continencia que nos hace sentir “se me mueve el piso”.
En lo corporal este momento coincide con la secuencia que va desde incorporarnos sobre nuestras piernas hasta aprender a caminar. Después de varias caídas, aprendemos a separarnos de lo que tememos y acercarnos a lo que deseamos.
Para poder encontrar nuestro camino hasta la próxima estación evolutiva tendremos que enfocar la conciencia y jugar las tensiones hasta comprender lo que la etapa nos enseña. Aprendemos a controlar esfínteres y a tomar y soltar los objetos en forma activa, a decir “no” y a desplazarnos ampliando nuestro territorio.
Decir no es el primer acto para dignificar los bordes del sujeto,
viene acompañado de un salto cualitativo en la movilidad,
aprendemos a acercarnos y alejarnos de las cosas.
Aquí la conciencia está centrada en la capacidad que tenemos para poner límites en el intento de control del mundo, límites entre el adentro y el afuera y límites que nos ponen desde afuera para acotar nuestra expansión.
Cuando esos límites se han introyectado suficientemente, y desarrollamos habilidades motrices emocionales e intelectivas, sentimos nuestros primeros soportes de la identidad, lo que a su vez nos posibilita adquirir diversos grados de independencia.
Para conocer la medida y fortalecer esos soportes internos debemos poner en práctica la confrontación dentro de contextos amorosos.
El confrontar, “enfrentarnos con”, nos devuelve un testimonio genuino de aquello que podemos y aquello que no podemos realizar con las fuerzas que contamos.
Si evitamos las confrontaciones con los padres no podremos contrastar sus creencias y valores con nuestra propia experiencia.
Si no confrontamos con nuestros pares, no podremos darnos cuenta cual es la posición que ocupamos en los grupos de acuerdo a nuestras habilidades y tampoco reconocer cual es la propia singularidad.
Entonces, sin esa medida de lo posible, frase acuñada por Fernando Ulloa, generamos soportes ilusorios en nuestro imaginario, y nos manejaremos con modelos absolutos e idealizados.
Esta etapa de confrontación, nos remite nuevamente a los miedos que organizan la conciencia completando el ciclo de afirmación.
Transcurrimos por este circuito una y otra vez
durante la infancia y la adolescencia
y en cada oportunidad en que volvemos a afirmarnos.
Nos estancamos a veces en este ciclo convirtiéndolo en un círculo vicioso, buscando permanente confirmación y seguridad.
El reconocimiento de los soportes nos da fuerza para seguir el camino tolerando las tensiones internas y demorando la descarga. Encontramos así algunas claves para el crecimiento que buscamos desarrollar:
Aprendemos a temblar al sentir miedo,
sin interrumpirnos, continuando con la respiración,
experimentamos la sensación de caída en la pérdida y recuperación del equilibrio
y contactamos con los límites experimentando en los bordes de lo conocido.
Ciclo de aprendizaje
Nacemos vulnerables e indefensos
y en esa incompletitud radica nuestro máximo potencial:
la capacidad de adaptación y aprendizaje.
En inglés existe una clara distinción entre la palabra “game” que alude a los juegos competitivos y la palabra “play” que es la actividad donde el énfasis esta puesto en el gozo del jugar mismo, en éstos últimos se lleva a cabo una confrontación amorosa y excitante que vitaliza a todos los contrincantes.
Es en esta segunda acepción del jugar desde donde propongo sostener la tensión de las exploraciones y confrontaciones que realizamos.
A partir de un número adecuado de confrontaciones donde podemos experimentar la potencia real en ese momento determinado, aprendemos a perder como parte del aprendizaje y finalmente aprendemos a jugar.
Cuando podemos aprender esas reglas de juego, disminuye el uso de la confrontación constante con otros para confirmarnos. Esta confrontación nos ha fortalecido y adquirimos confianza interna en las propias fuerzas. La Confianza Básica que nos dio el vínculo amoroso con la persona que realizó el maternaje, se ha desplegado durante el ciclo de afirmación en habilidades que hemos introyectado. Ahora confiamos en nosotros mismos. Acabamos de iniciar una espiral de crecimiento, un ciclo de aprendizaje.
Esta confianza no solo se apoya en las propias fuerzas sino también en la comprensión de los ciclos de la vida, en la percepción de cierto orden que rige los procesos en el universo. Nos encontramos en este estadio de confianza cuando describimos estados afectivos de felicidad, integración, serenidad, expansión, alegría y esperanza.
Desde aquí es posible la apertura hacia lo nuevo, hacia convivir con las diferencias, a lanzarnos una y otra vez por territorios desconocidos sin creer en los miedos del pasado como determinantes, y cuando inevitablemente sintamos nuevamente temor, aceptar el temblor como señal de alarma, como señal de que estamos vivos, como señal de nuestra condición humana.
Es recién en esta estación donde conceptos como Creatividad, Libertad y Espontaneidad cobran su sentido más profundo. Compartimos con el resto de los mamíferos los patrones de respuestas adaptativas de los dos Ciclos anteriores pero es recién en el Ciclo de Aprendizaje donde aparecen alternativas que diferencian a la especie humana.
Es cierto también que cada día se descubren otras especies con lenguaje, con aspectos culturales como los primates y hasta autopercepción como los elefantes, pero la brecha del aprendizaje es muy pequeña, aún entre los humanos. Estamos tan condicionados en las respuestas por los patrones adquiridos con el éxito y la repetición sistemática por la especie que queda una ventana muy estrecha para el pensamiento creativo, el acto espontáneo y la decisión conciente y libre.
Quiero enfatizar un paso crucial en estos ciclos: es el que va del miedo a la sensación de caída.
Allí es donde radica el primer acto de libertad,
si aprendemos a temblar
y no reaccionamos con respuestas conocidas,
si somos capaces de sostener la tensión
y obramos con curiosidad ante lo que sucede,
estaremos en condiciones de explorar amorosamente el Universo,
tanto dentro como fuera de nosotros mismos.
Raúl Noceti